Una
intrusa aguarda en mi cama…
Confundida
su palidez con la blancura de las sábanas, simula dormir, pero yo recelo de su
fingido sueño. No es más que un ardid, una burda treta para que me confíe y
entre en el lecho sin tomar las debidas precauciones (¿tal vez un somnífero?...
¿varios somníferos?...)
No
obstante me desnudo lentamente y con un orden minucioso, que nunca antes había
respetado, doblo mis prendas una a una y
las voy colocando sobre la silla con un cuidado que es más bien una demora.
También las zapatillas, como centinelas en guardia, apostadas una al lado de la
otra al pie de la cama. Disciplinadas. Como si sobre ellas se mantuviera aún la firmeza de una vida.
He
alargado la ceremonia tanto como he podido, hasta el infinito. Cualquier cosa
con tal de retrasar el momento de tenderme a entre las sábanas blancas (páginas
sin historia, lienzos mudos y vírgenes de caricias) Pero ella me aguarda en
silencio.
Ninguna prenda queda ya sobre mi cuerpo
desnudo, sólo las gafas. Estas no me las quitaré hasta que no esté dentro de la
cama y apague la lámpara de la mesita y ambas oscuridades, la de mis ojos y la
de la habitación, sean una sola oscuridad.
La
mujer que me espera sabe que la noche traerá una tormenta de arena que secará
la garganta, la lengua, los labios, con una sed de desierto, una espiral de
fuego que alcanzará mi cabeza abrasada a esta hora por el frío del miedo y del
espanto ante la muerte.
La
muerte. La única silueta que distingo en la negrura de las noches sin sueño.
Me
desnudo al fin de mi misma,
entro
en el lecho y me tiendo junto a ese otro yo
que
se aproxima sin remedio a su final.