viernes, 2 de diciembre de 2011

LA AUSENCIA DE MARGA

¿Cómo podré, amor, decirte que te amo
si sólo tengo tu ausencia?
¿Qué música acompañará a las palabras para que mi voz penetre en tus oídos muertos? ¿Qué luz deberá iluminar mi cuerpo para que tú lo percibas con tus ojos ciegos?
¿Qué tacto electrizante habrán de tener mis dedos para que tu piel inerte responda a mi deseo? 
¿Qué fuego de mi cuerpo, de mi cuerpo cabal, de mi cuerpo de hombre, fundirá con su llama ardiente el hielo letal que  te aprisiona?
¿Qué flor pondré en mi boca para que libes con tu lengua mi más profunda esencia?

¿Cómo podré, amor, decirte que te amo,
si duele tanto tu ausencia?
Rastreo tus huellas por la casa entera y no hallo tu estela.
Llego hasta la puerta por la que un día entraste en mi vida con tu traje blanco, temblorosa y tímida, como la virgen que eras.
Me detengo en el recodo del pasillo en el que solías despedirme cada mañana, y huelo la pared que conserva el  perfume frutal de tu cabello húmedo cuando apoyabas en ella la cabeza y entornabas los ojos esperando mis besos.
Doy vueltas por la sala que conserva la alegría de tu risa, el alborozo de  tus juegos,  tu abandono insinuante  tendida en el sofá, y estoy a punto de entregarme yo también a la lucha ficticia  de los cuerpos para conquistarte de nuevo. Me frena la desolación de la evidencia: el sofá está vacío, ningún pie se balancea con una provocación inocente y maliciosa. El eco de las risas se ha apagado,
Me asomo al dormitorio. Asomarme tan solo.  No me es posible adentrarme. No, hoy no. Está tan reciente mi orfandad que aún no sé cómo medir el tiempo. Sé que antes contaba los años por sus noches. El día no importaba. Los días era negros El día era sólo la antesala de nuestra pasión. Y la noche -las noches-, una luminaria de estrellas, una ebriedad de gozos y de olores, una tempestad  trémula que se resolvía en el entrelazarse triunfal de los cuerpos.

¿Cómo podré, amor, amarte
ahora que estás muerta?
Aunque ¡espera! me ha parecido escuchar un sonido habitual y doméstico. Un tintineo de vasos, un ruido de platos colocados quizá con desinterés sobre la mesa, un eco metálico de cubiertos que se entrechocan como espadas desnudas prestas al combate.
Lo sé, eres tú, Marga. Estás ahí, en la cocina, preparando la cena. Después nos sentaremos uno frente al otro y comeremos en silencio. Luego iremos a la sala. Yo miraré al televisor con ojos vacíos. Tú fingirás leer un libro. No lo lees. Es el pretexto para abortar los comentarios, el inicio de una conversación que tienda un puente de palabras. El libro es el parapeto tras el que te resguardas. Es la muralla que rodea la ciudadela en la que dejas morir de inanición y decrepitud antiguas ilusiones antaño compartidas, y en la que das a luz sueños solitarios y fantasías imposibles.
Deseas una libertad que te asusta y no te atreves a escapar de los muros que son tu cárcel. Y yo, pobre carcelero, que conozco tus ansias, guardo con celo la llave que sólo te daré si tu me la pides. No antes. Aunque el hogar se llene de tu ausencia. Aunque sin estar, estés. Aunque el vacío de tu alma me haga larga la espera, yo esperaré, amor, a que regreses de tus locas quimeras.

¿Cómo podré amor, decirte que te amo
si hoy sólo me queda tu presencia?

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