sábado, 31 de diciembre de 2011

POMPAS DE JABÓN

La muerte le liberó de la vida a orillas del Arlanzón sin que El Cid Campeador, con su Tizona desenvainada, hiciera nada por impedirlo.
 Los periódicos dijeron que se llamaba Adelardo Carazo Andrés, que tenía 47 años y era un “sin techo”.
Quiero pensar que era él.
Necesito creer que era él y que, tal vez, mientras el frío de la noche cerraba para siempre sus ojos y congelaba sus miembros, un fuego tenue caldeó en el último instante su corazón con el recuerdo de la fugaz, sincera y limpia amistad que entabló por unos minutos con un niño de tres años.
-Eh, chaval, ¿me das unas pompas?
Mi nieto Martín se acercó al banco del Paseo del Espolón en el que estaba sentado el hombre sin que le intimidara su aspecto marginal ni el de sus compañeros. Sopló frente a él con su pompero y las bolitas irisadas, brillantes y efímeras debieron devolver al hombre a su infancia porque sonrió y ambos jugaron con las pompas antes de que se desvanecieran.
Luego nosotros seguimos nuestro camino, pero aún hubimos de volver atrás ante la llamada del hombre.
-Eh, chaval, ten… y ¡gracias!
Y depositó en la mano de mi nieto una moneda de 1 euro que yo –rubor me da confesarlo- miré con aprensión al observar los dedos renegridos y sucios que la sujetaban. Un euro con el que habría podido comprar otro cartón de vino como el que tenía a sus pies, y que sin embargo insistió en entregar al niño a pesar de mi primera negativa.
Quiero pensar que era él.
Necesito creer que era él para no avergonzarme, para no sentirme miserable escudándome en la remota posibilidad de que tal vez el recuerdo de la breve camaradería con un niño suavizó al final de su vida su decepción de la condición humana.
Si esta entrada lleva la etiqueta de LA BUENA NUEVA es porque espero que finalmente Adelardo haya encontrado un hogar.

viernes, 30 de diciembre de 2011

INVIERNO

                                                    HAY OTROS INVIERNOS
 Días en que el sol se entristece y envía rayos negros…

Hay noches de agosto con estrella frías… y eso es invierno
Hay gritos sin voz en labios sellados… y eso es invierno
Hay seres que desandan caminos errados, y aún así no se encuentran… y eso es invierno
Hay bosques ardiendo en pleno verano… y eso es invierno
Hay niños que sorben sus mocos mezclados con lágrimas… y eso es invierno

Hay viejos sin techo ni besos que nunca les dieron...y eso es invierno
Hay hileras de hombres que jamás desfilan porque están “parados”… y eso es invierno
Hay medias mentiras que eclipsan verdades… y eso es invierno
Hay luces fundidas en algún cerebro… y eso es invierno
Hay saqueadores de guante blanco y corazón negro… y eso es invierno
Hay mujeres con un puñal en el pecho… y eso es invierno

Hay libros quemados,
ciudades que fueron,
santos que no están en los altares,
columpios sin niños,
nieblas fingidas,
sabios olvidados,
almas cubiertas de escarcha,
campos sin cultivo,
muertos sin sus tumbas,
estatuas egregias
de tiranos crueles…
... y eso es invierno





domingo, 25 de diciembre de 2011

¡Soy un luchador!



La noticia la dieron los periódicos hace más de un mes, pero yo no la había visto hasta hace unas horas a pesar de que últimamente me esfuerzo en buscar sucesos esperanzadores.
 Ayer, como un regalo de Nochebuena, apareció ante mis ojos para darme el placer de reflexionar y compartirla con vosotros.

Este crío se agarró a la vida con todas sus fuerzas -sus menguadas, escasísimas fuerzas- como si la vida estuviera ahí en el pecho reseco de su madre del cual no extraía más que un débil calor y un inmenso amor. Resistió porque quizá, inexplicablemente, con sólo siete meses ya  intuyó que la vida es lucha, coraje, resistencia, esperanza... 

En su mirada de niño hambriento se acumulan todos los interrogantes que nosotros no nos atrevemos a formularnos temiendo las respuestas que conocemos de sobra y a las que hacemos oidos sordos.

Pero el chaval no se doblegó. La fuerza de sus ojos era el acicate de su madre para continuar caminando kilómetros y kilómetros en busca de ayuda.

Su sonrisa actual es la de un luchador que acaba de doblar el cabo de la desesperanza.

Cualquiera que sean las dificultades que aún ha de presentarle la vida, yo quiero pensar que el niño Minhaj, el adolescente Minhaj, el hombre Minhaj, hallará siempre la puerta de su salvación

domingo, 18 de diciembre de 2011

"COSA MIA" B. Berrocal

Pensé que ya estaba bien de mirarme al ombligo. En realidad no he hecho otra cosa desde que abrí este blog. Aunque quizá sea mejor decir que expuse mi ombligo a las miradas de otros, tal vez acuciada por su mismo título: “Última Luz”. Es decir, la constatación de  que me encamino irremediablemente hacia el ocaso y tengo la pretensión, algo narcisista, de que mis pasos dejen huella.
Sea como sea, he levantado la cabeza y mirado alrededor. Se me ocurrió que sería una idea excelente bucear entre las informaciones de los periódicos, con el ánimo de ofreceros cada día (o sea, diariamente: cada veinticuatro horas) la noticia más optimista,  la más vital, la más esperanzadora.  
Abrí el periódico de la mañana ilusionada. De cabo a rabo lo leí sin encontrar ni un solo dato que invitara a la esperanza.
De pronto me di cuenta de que  había olvidado ponerme las gafas… A cierta edad… ya se sabe. ¡Sería por eso! Seguro, segurísimo que la buena noticia estaría escondida entre la letra pequeña. Apresuradamente recogí las gafas de la mesilla de noche y recomencé la lectura. Interiormente me repetía:nada hay más difícil que inventar una rosa,y cada día crecen”.
Pues no, señor. Ni con gafas ni sin ellas.  La dichosa (nunca mejor empleado el término) noticia no apareció.
Luego me di cuenta de que la buena nueva acaba de ocurrir justamente ayer. Y justamente también, había tenido la fortuna de estar presente. La buena nueva que hoy os ofrezco se llama COSA MÍA”.
Una novela que es más que un relato. Es un aldabonazo a las conciencias. Su autora, BEATRIZ BERROCAL,  se ha metido (es de suponer que con repugnancia y dolor) en la piel de un maltratador y desde esa óptica narra el espanto del maltrato a la mujer.
Ayer la presentó en León. Aún no he tenido tiempo de leerla. Sólo las primeras páginas. Sin embargo han sido suficientes para reconocer que es un paso más de camino a la esperanza.

viernes, 16 de diciembre de 2011

DÍAS SIN LUZ


 

El chico de la Palmira llegó casi sin aliento hasta la mina.
-¡Juana!, ¡Juana! –voceó de lejos
A Juana le dio un vuelco el corazón. La Palmira no habría quitado al muchacho de trabajar en la tierra para mandarlo a la carrera hasta la mina de talco a no ser que algo grave sucediera. Pensó en su suegro. Se le acordó que el hombre llevaba semanas cavilando, ensimismado, rumiando entre dientes “pa esto, mejor morirse”, todo desde que había resbalado del tejado y se había roto la cadera. “mejor morirse, y no ser un estorbo más”
-¡Quite allá, padre!, ¿qué ha de ser usted un estorbo?- le había respondido Juana.
-No le hagas caso, hija, -dijo la suegra- Le ha dado por esa cantinela desde que salió del hospital. Y tu, calla ya con esa monserga,-se dirigió al viejo- que bastante tenemos pa nosotras sin que nos aflijas más
-¡Qué sabréis vosotras! ¡qué sabréis vosotras lo que es para un hombre convertirse en un inútil!
Pensó en su suegro, sí, pero ni por asomo se le figuró que le hubiera ocurrido nada malo a su marido. Pedro estaba bien al resguardo y nadie  en la vecindad se imaginaba que su hombre llevaba años escondido en su propia casa. Además hacía mucho tiempo que la guardia civil no les molestaba. No como en los primeros años que se presentaban de improviso igual de día que de noche, preguntando el paradero de Pedro, y les apaleaban brutalmente, tanto que Juana tuvo miedo no por ella, a pesar de los vergajazos,  de los cabellos arrancados, de los moratones, sino por el hijo mayor. A Pedrito también le habían golpeado sin consideración, sin tener en cuenta que era apenas un niño de catorce años. Y por eso, porque no podía sufrir que le pegaran y porque temía que el chaval no resistiera  la dureza de las palizas y revelara el escondite del padre, le envió a casa de unos parientes a Sestao, a trabajar en los Altos Hornos.
El chico de la Palmira, sin resuello apenas, gritó:
-¡Los civiles, Juana! ¡Los civiles! ¡Los civiles que se llevan a tu marido!
Juana tiró lejos la piqueta de limpiar el talco y corrió como loca hacia su casa. Nunca como entonces se le hicieron tan largos los seis kilómetros que separaban el pueblo de la mina. Ni siquiera en el rigor del invierno cuando las piernas se hundían hasta la rodilla en la nieve y los músculos se negaban a avanzar, atenazados por el frío. Estaba acostumbrada, como las otras mujeres, las que formaban la “brigada del talco”, a caminar sin reparar en el cansancio, sin reparar en el hambre que les encogía el estómago igual que el frío les encogía los cuerpos. No se permitían pensar en sí mismas y por eso resultaban insensibles a las dentelladas del frío, inmunes a las enfermedades. Si no se trabajaba no se cobraba. Pensaban en los suyos: en los maridos ausentes –presos o con los maquis- y en los hijos hambrientos; en los hombres que la guerra no devolvió; pensaban en el jornal, en las cinco pesetas que ganaban al día desbrozando el escombro del talco, cargando vagonetas con el mineral, espalando nieve para que los camiones pudieran salir a la carretera. Juana pensaba sobre todo en Pedro. En mantenerle escondido. En que nadie descubriera su refugio desde la noche cerrada en que bajó de las montañas en busca de comida y mantas y ella, Juana, ya no le dejó marchar.
“Y yo qué se”- había respondido en el cuartelillo- “por el monte andará, ¡qué más quisiera yo que verlo!”
El cabo la había zarandeado, “y lo que llevas en la barriga ¿qué? ¿Quién te ha preñao, di?”, pero esa vez no se atrevió a ponerle la mano encima.
La misma pregunta que se hacía todo el pueblo. La misma sospecha que se maliciaba el cura. A Juana no le gustaba el cura nuevo, el que vino a sustituir a don Antonio cuando éste murió.
-Vamos a ver, Juana, -le había dicho con fingido afecto- si el hijo que esperas no es de tu marido, entonces estás en pecado, y por consiguiente tu hijo será hijo del pecado, ¿comprendes? Pero yo estoy seguro de que tú nunca cometerías adulterio…
( y él qué sabía, si acababa de llegar, si no era como don Antonio, un santo, que había casado a medio parroquia y bautizado a la otra media, que había rezado y llorado por los muertos de la aldea compartiendo el dolor de las familias como si los difuntos también fueran suyos. Pero éste… éste sólo parecía sentirse a gusto conversando con los ricos del pueblo, o con el maestro, o con el alcalde, como si los demás no existieran o existieran únicamente para postrarse de rodillas)
… luego, por fuerza -concluyó-,Pedro tiene que ser el padre. Dile que haría bien en entregarse.
-El padre es mi suegro. De él es el hijo.
La idea había partido de la señá Germana. Su suegra era una mujer de arrestos. Se había engallado frente a los civiles la noche que entraron en la casa derribando armarios, dando culatazos en las paredes, levantando la trampilla que llevaba a la bodega… “maldita vieja, ¿dónde anda “el rojo”?-gritó el cabo. Y la señá Germana se le había puesto delante, en jarras, “ni lo sé, ni aunque lo supiera te lo diría, así me mates; ¿dónde se ha visto que una madre delate a su propio hijo?” El cabo le propinó un empujón pero la mujer no se acobardó “¡hijo de mala madre!- le insultó desde el suelo. El civil la pateó con sus botas sucias de barro y se marchó furioso.
Así que cuando Juana, horrorizada, les participó a sus suegros que “había caído en estado y que de ninguna manera tenía intención deshacerse del hijo”, la anciana apuntó a su marido: “Tú di que el hijo es de éste”.
Nació chico y Juana le puso por nombre Germán, como la abuela.
Y ahora… ¿qué había pasado para que dieran con el escondrijo de Pedro? Hacía tiempo que los guardias les habían dejado en paz. Una denuncia. Eso ha tenido que ser una denuncia, pero ¿de quién? ¿de quién, si nadie sabía de la covacha bajo las llamas de la chimenea? Allí se ocultaba su marido cuando intuían el peligro. En un boquete pequeño que habían ido alargando poco a poco hasta darle salida a la cochiquera. La leña siempre apilada, siempre preparada para prenderle fuego una vez el huido entrara por la abertura. Por eso nunca le habían encontrado, porque el fuego ardía constantemente en el hogar aunque fuera verano. “la reuma”- se quejaba el viejo arrimado a las brasas.
Así habían transcurrido diez años. Diez increíbles largos años en los que su marido había trocado el día y la noche, durmiendo durante las horas de sol en su agujero y subiendo al dormitorio de Juana cuando brillaban altas las estrellas.
Y hoy… ¿qué había sucedido hoy?
Los guardias llevaban días expectantes, espiando los movimientos de los habitantes de la casa ahora que tenían la certeza –la completa  seguridad- de que “el rojo” estaba dentro. Si los registros habían cesado era porque llegaron a la creencia de que el perseguido habría cruzado la frontera, o habría muerto en cualquier guarida del monte. Cierto es que de vez en cuando se llegaban a preguntar por el paradero del hombre, pero más bien como una rutina adquirida que porque esperaran obtener algún resultado. O quizá sólo por maldad, por mantener la tensión y el miedo en la familia del huido.   Hasta que les llegó la denuncia. Ya no había motivos para la duda. En su lugar la rabia se adueñó de los guardias que se sintieron burlados por tantos años de infructuosa búsqueda.
Vieron salir a la vieja con la cesta de ropa sucia bajo el brazo camino del lavadero, y al viejo con la azada al hombro, arrastrando su cojera hasta el pequeño huerto detrás de la vivienda. Germán, el niño, atendía en la escuela a las explicaciones del maestro.
Irrumpieron de golpe, sin que mediara llamada o advertencia alguna. Pedro ni siquiera había vislumbrado los tricornios charolados brillando a la luz del mediodía. Le perdió la confianza. Ya no atisbaba como antes por las rendijas de la ventana tratando de distinguir las siluetas de los civiles merodeando en las proximidades de la casa. Los del cuartelillo parecían haberle olvidado, o eso creía él. Le sorprendieron con la chaira en la mano echando medias suelas a las botas de su hijo. Era cuanto podía hacer por él. Reparar su calzado, mirarle los cuadernos de la escuela, contemplarle cuando dormía. Ni un solo beso, ni un abrazo le había dado estando el chiquillo despierto. El chaval ignoraba la existencia del padre. Así lo habían acordado entre todos: “Los guajes no tienen prudencia; cualquiera puede sonsacarles” había prevenido la abuela.
Pedro ni siquiera intentó defenderse. Arrojó la cuchilla al suelo y alzó los brazos. Las botas del hijo quedarían a medio arreglar.
Juana estaba demasiado lejos para escuchar la imperiosa exigencia del sargento “corre, ¡cabrón!, corre”, ni oír los disparos que se sucedieron. Llegó a tiempo, eso sí,  de encontrar a su marido tendido en el suelo, boca abajo, con varios tiros en la espalda.



De anochecida, el maestro, don Saturnino, regresó a su casa. Volvía de la tertulia con el farmacéutico y el cura, como de costumbre. El alcalde no había asomado por la rebotica porque aquella tarde otros problemas de mayor enjundia ocupaban su atención. Se hallaba atareado con la muerte del “rojo”. Tampoco apareció el veterinario, pero eso no era ninguna novedad. El veterinario era un hombre reconcentrado y de pocas palabras que no gustaba de la conversación de los otros.
Saturnino se miró en el espejo de la entrada, al lado del perchero, se pasó la mano por la calva y se atusó el bigotillo negro. Desanudó la corbata también negra, y se remangó la camisa azul. Luego entró en el comedor y se sentó a corregir los deberes de los alumnos. Las letras se salían a veces de las rayas, pero eso era lo de menos. Ya aprenderían a escribir derecho. Lo importante era el contenido, la manera de expresarse, la puntuación y las faltas de ortografía. Sobre todo las faltas de ortografía. En ese tema don Saturnino era intransigente. Obligaba a los chicos a repetir hasta diez veces la misma palabra con la ortografía correcta. Abrió uno de los cuadernos de pastas blandas con la tabla de multiplicar en la última página y releyó el ejercicio que le había quedado a medio corregir.

Ejercicio de Redacción
MI CASA

Mi casa es parecida a todas las del pueblo  es de piedra como las demás con las paredes hanchas y las bentanas estrechas. Dentro guele a humo porque siempre ay lumbre en la chimenea aunque sea verano y eso es porque a mi abuelo le duele la reuma. Abajo está la cocina y más abajo entodavía la bodega. Encima los cuartos de dormir y más arriba entodavía esta el desvan. En el desván ay un fantasma. Mi abuela dice que eso son bobadas mias, que como va a aber fantasmas si los fantasmas no esisten, que seran los ratones pero yo le hoigo caminar por la noche y hablar y además mi madre le contesta. Una vez se asomo  a mi habitacion pero me dio miedo y cerre los ojos. Eso fue cuando era pequeño haora ya no tengo miedo y le oigo como el que olle llover pero el sigue andando por la casa, y por eso me gusta mi casa porque esta encantada igual que si fuera un castillo.

Faltaban por corregir los signos de puntuación, pero don Saturnino pasó por alto esa tarea. Luego abrió la hornilla del fogón y echó dentro el cuaderno de Germán para que lo devorara el fuego, tal como le habían aconsejado los guardias del cuartelillo cuando presentó la denuncia.


1º Premio VI Certamen “DULCE CHACÓN”
Convocado por "La Gavilla Verde" de Santa Cruz de Moya, 2011

sábado, 10 de diciembre de 2011

DE NADA Y PIEDRA



DE NADA Y PIEDRA

Voy cerrando la ventana
poco a poco.
Echo los postigos
y duele que la luz se quede fuera.

He vuelto a ser
de nada y piedra
Y no quiero
Que me griten más tus soles
Que tus pájaros
Anuncien la mañana
Con trinos de libertad soñada.

Soy de una tribu antigua
Hecha de quietud
De carne tibia
Remanso de otros seres
Aunque a veces
Me den ataques de loca fantasía.
 
Por eso cierro las ventanas
Para no escapar por ellas
Para no abandonar
En un rapto de cordura
La cárcel de mi alma
Y seguir así siempre
Como el árbol,
Hundida en la tierra hasta la entraña.

“ Cuadernos al Mediodía”


viernes, 9 de diciembre de 2011

"F"

 


FAMA
Primero fueron unos pocos. No tardaron en sumárseles muchos más. Llegaban por cientos, por millares.

Corrían todos en pos de una mujer a la que pretendían darle alcance y hacerla suya. Sin embargo los pies de ella eran más veloces y a cada tramo la distancia que la  separaba de sus perseguidores aumentaba.

Atravesaron calles, plazas, ciudades enteras. Se internaron en el bosque y bordearon el río. Enloquecidos con la carrera no prestaron atención al rostro de la mujer reflejado en sus aguas. Uno de ellos, quizá el más rezagado, reconoció sus rasgos y dejó de acosarla.
No le interesaba:
No era más que la FAMA

jueves, 8 de diciembre de 2011

EL GATO TUERTO

 

La noche en  que murió mamá descubrimos el misterio...

pero para entonces habíamos dejado de ser niños.


El gato tuerto paseaba su desdén  por el  espinazo del muro. Sus pasos de terciopelo señalaban la frontera entre las fincas colindantes y su ojo vacío vigilaba ciego los límites de ambas propiedades con la misma fijeza que su ojo sano. Incansable centinela alerta en ronda perpetua sobre la muralla musgosa.
A veces parecía ignorarnos y ni siquiera el ojo ausente nos miraba. Pero otras, cuando caminaba hacia el fondo del jardín y se paraba junto a la cancela herrumbrosa,  clavaba en nosotros el dardo acusador de su pupila amarilla. Allí permanecía mucho tiempo quieto, convertido en una estatua de pelaje negro y brillante,  mirando atento la casa del otro lado de la cancela. Aguardando.
Todos nosotros hacíamos cábalas sobre el origen de su parcial ceguera. Yo creía que era un gato pirata que había cruzado mil mares a bordo de un barco corsario alimentándose de pescado y de los ratones que cazaba en la bodega,  y que finalmente, batiéndose con  bravura en el abordaje de algún navío cargado de riquezas, había perdido un ojo.

 Era un animal hosco y huraño. Montaraz.. Le observábamos de lejos sin arriesgarnos a tocarlo. Si se hubiera dejado, yo le habría puesto sobre la cara  un  trapo negro para cubrirle la negrura de su oquedad. ¡Entonces sí que hubiera resultado un auténtico bucanero! Pero no me atrevía a tocarlo.
Mamá le odiaba y nos tenía prohibido acercarnos a él.
Marta afirmaba con convicción que se trataba de un aristócrata y no de un vulgar ladrón. Lo decía con suficiencia, echando por tierra mis certidumbres
-Con toda seguridad se trata de un noble inglés condenado a vagar eternamente en un cuerpo de animal como castigo por las muchas tropelías cometidas contra sus vasallos ¿no veis cómo nos examina con su monóculo de oro? – Estaba fascinada por  la pupila amarilla del gato - .¡ Parece un lord! 
Pero de Marta no hay que fiarse. Siempre ha sido una fantasiosa.
-¡Bobadas! Eso son bobadas que os inventáis vosotros. Es un gato como los demás –zanjaba  resuelto Raúl-.  Le habrá pasado lo que a todos los gatos, que se habrá peleado con otro cuando “ha ido a gatas”.
Y acentuaba la frase con malicia.
-Todos los gatos andan a gatas –comentaba  inocente Irene.
Ella no aventuraba conjeturas, no le preocupaba  averiguar el origen del infortunio. Sólo se condolía de su desgracia.
- Pobrecito... pobrecito...
Yo sabía lo que Raúl había querido decir porque me había explicado con mucho secreto lo que significaba “ir a gatas”,  aunque jamás habábamos de ello delante de las niñas.            
 Mamá nos habría castigado.

No sé porqué el ojo ausente del gato  me recuerda la mirada de papá. Es una mirada que no ve. O que mira algo que los demás no podemos contemplar. Papá tiene los dos ojos  ¡claro!, pero son unos ojos tristes, silenciosos, como de lluvia. Yo creo que es por eso que nunca nos riñe, porque no ve lo que hacemos. De vez en cuando levanta la cabeza de la lectura y se queda inmóvil observando la casa. No la nuestra, sino la otra,  la que está al otro lado del muro. La que tiene las ventanas cerradas.
Papá dice que el gato tuerto es como las personas.
-Así somos los humanos. Miramos a medias. Por eso nos equivocamos con tanta frecuencia..  Incluso en los acontecimientos más trascendentes de nuestra vida. Siempre de un solo lado. ¡Tuertos también nosotros!.  Nos dejamos deslumbrar por un brillo que no es más que el fulgor del deseo y nuestra mirada ciega equivoca las encrucijadas, ofusca los caminos y terminamos despeñados en el infortunio.
Son cosas que dice papá y que nosotros no entendemos.

A mi me gustaría que los ojos de papá hablasen como lo hacen los del abuelo de Germán cuando vamos a su casa y pone patatas a asar en el rescoldo de las brasas mientras nos entretiene la espera contando peripecias de una guerra muy lejana. Lejana en el tiempo. Lejana en el mapa. En una isla que ya no es nuestra.
-Lo mejor –añora - eran las muchachas de piel canela que sabían a caña de azúcar.
El último resplandor de las brasas se le queda prendido en la mirada como un fuego permanente. 
Sólo Raúl quiere que la historia continúe por esos derroteros. Los demás, no. Los demás preferimos saber detalles de la batalla. Cuántos eran... Qué armas tenían... Cómo fue que perdieron la guerra...
-Yo no perdí la guerra –declara con orgullo- La perdieron ellos. Los que mandaban.
A nuestra casa no viene nadie. Si acaso jugamos con los amigos en el jardín. Jamás dentro de la casa.
 Mamá no lo permite.
 Daría cualquier cosa por tener un abuelo como el de Germán que sabe pescar ranas con un trapo rojo y nos hace tirachinas con las horquetas de las ramas. Que anda siempre con una historia colgada de los labios igual que le cuelga  el pucho del cigarro. Una colilla que no se apaga nunca, inextinguible como su sonrisa.
Mis abuelos son de cartulina mate. Blanca y negra. O quizá un poco marrón. Sepia, creo que le dicen.  Cuelgan de la pared desnuda de la sala. Son los padres de papá.  En casa no se habla mucho de la familia. Ni de la guerra reciente en la que estuvo papá.
En realidad no se habla de casi nada.

 Las vacaciones transcurrieron entre las mañanas en el jardín y los atardeceres en la cocina de Germán.
Volvimos en veranos sucesivos y el gato tuerto continuaba incansable patrullando la pared invadida de maleza .Caminaba hasta  llegar al portillo de hierro que alguna vez había franqueado el paso entre las dos fincas y que ahora sólo el viento osaba traspasar. Allí se detenía, expectante, abarcando con la mirada desigual la casa de las ventanas cerradas.  Pero nosotros habíamos crecido y ya no nos interesábamos por las idas y venidas del gato tuerto. Sólo Irene reparaba en él y repetía “pobrecito... pobrecito...”  Persistía aún  un interés perezoso, el residuo de una curiosidad morbosa por conocer el origen de su mal. Eso era todo.
Además aquel verano trajo una novedad insólita.
 Al día siguiente de nuestra llegada los postigos de las ventanas de la casa cerrada se abrieron levemente y dejaron entrever una ondulación de visillos, como de mar emblanquecido. Ninguna figura se vislumbraba en el interior.

La noche en que mamá se puso repentinamente enferma y llamamos al doctor, que sólo llegó a tiempo de constatar su muerte, el gato pareció enloquecer. Sus maullidos rompieron el aire, desgarraron las nubes y dejaron al descubierto la lividez de la luna cayendo desmayada sobre el tejado de la otra casa.
Una luz también blanca, también pálida, también irreal salía por los postigos entornados. El gato maullaba con desesperación ante la puerta cerrada.
 Sus agudos maullidos hacían la muerte de mamá más sobrecogedora. 
Papá salió del dormitorio trastornado y se dirigió al jardín. Alarmados corrimos tras él. Atónitos e incrédulos le vimos saltar por encima del portillo oxidado, llegarse a la otra casa, derribar la puerta de un empellón y arrojarse sobre un cuerpo yerto.
Un cuerpo como el de mamá,
-pero que no era el de mamá-
y besar un rostro igual al de mamá,
 -pero que no era el de mamá-
y llorar sobre su cara como no había llorado sobre la de  mamá.
El desconcierto nos paralizó en el umbral. Solo Irene se llegó a él y le acarició los cabellos.
- Pobrecito... pobrecito...

El gato tuerto ya no existe. Murió aquella misma noche cuando comprobó que no había esperado en vano y su amoroso celo era ya innecesario.
Tampoco existe el portillo oxidado. Hace años que yo también he cruzado la verja oxidada y mandado tapiar su hueco.

Escribo estos recuerdos en esta casa que siento como mía, con el calor de los retratos que pueblan las paredes y me hablan de un pasado que no fue...  Me gusta sentarme en esta sala, al  pie de la ventana, en el mismo sillón de cretona descolorida en el que solía sentarse tía Julia con el gato ronroneando en su regazo.
 El mismo sillón en el que esperaba ilusionada a papá cada tarde para proyectar un futuro común.
El mismo sillón sobre el que tía Julia se dobló, vencida sobre sí misma, (clavando involuntariamente la aguja de tejer en el ojo del gato) cuando su hermana gemela le anunció que iba a casarse con papá.



1º Premio
XX “IMÁGENES DE MUJER”
Ayto.  de León, 2009




domingo, 4 de diciembre de 2011

LA GLORIA DEL HÉROE


        

     Podría ser otro. Podría muy bien haber sido otro. Por ejemplo el individuo taimado que dobla esquinas de niebla, atraviesa la bruma y no es más que una sombra dentro de las sombras, un cuerpo de humo espiando amores adúlteros, pasiones secretas, piedras de lava encendidas como rubíes que surgen de pechos culpables y que él recoge sin abrasarse con sus manos de hielo. Luego las extiende ante su cliente con el mismo primor con que el que un joyero exhibiría sus más preciadas alhajas.

 

        O podría ser el otro. El marido engañado. El hombre emprendedor, poderoso enérgico, hecho a sí mismo. El hombre ocupado en levantar un imperio mientras la felicidad se le derrumba sin estrépito. Inactivo ahora, atenazado por la sospecha, entorpecido por las dudas. El hombre paralizado que recobra al fin el movimiento, alza el brazo hacia el teléfono y marca un número con dedos temblorosos. (él, que no tiembla jamás; él, a quien nunca le tiemblan las manos, ni las palabras, ni las decisiones; él, a quien jamás le ha temblado la conciencia) y orbaya sobre el aparato una voz afligida de convaleciente o desamparado. Una voz sin regreso, puesto que no es la suya, la de todos los días, la de los negocios, la del fraude, la del lucro sin escrúpulos, y por eso se le adelgaza a través del hilo, y los oídos del detective sólo perciben un rumor leve de lluvia vencida. 
-¡Bah! Un cobarde al que le asusta solventar su propios problemas.- juzga Martínez.


        Mejor convertirse en el sujeto, rudo, visceral, primitivo que encara sin miedo la vida y resuelve por sí mismo sus propios conflictos, sin mediar palabra con nadie, sin la colaboración de extraños. Sí, preferible ser ese fulano envenenado por los celos, que salta a un bote y rema ofuscado hasta el costado del yate fondeado en la bahía, trémula luciérnaga marina. Escuchar las voces, las risas, la orquesta. Imaginar a la infiel en brazos del seductor, ondulando al compás de la música igual que bailaría  una sirena sobre su único pie de plata...
Podría ser él cuando se cala el pasamontañas, con los ojos asomados a la muerte presagiada, aún por acontecer...
Podría ser él cuando acaricia el metal frío del revolver... Podría ser él cuando arroja un garfio sobre los barrotes de cubierta y escala el casco del barco...
-Pero entonces, no...No...Entonces ya no puedo ser él –se dice Martínez-.Yo soy un pobre tipo que sufre de vértigo ( y de otras muchas cosas) y ahora tengo que ir al baño porque me ha venido una náusea, un vahído, una flojera que no sé decir si me nace del miedo a la altura (al final no he sido capaz de trepar al barco) o del vértigo de lo inalcanzable.
        -¿Otra vez, Martínez?
Y es que cada vez me sucede con más frecuencia, por eso pienso que este malestar, esta desazón, brota del ansia de lo imposible, del vértigo del anhelo. De la angustia de lo inalcanzable.
        El encargado sigue al acecho, cancerbero de mis fantasías, vigilando constantemente mis movimientos y mis ausencias.
           -¿Otra vez, Martínez?
        -No me encuentro bien –digo a modo de excusa mientras tanteo en el bolsillo del pantalón en busca de un revólver imaginario. (Si tuviera aquí el arma te ibas a enterar, ¡cabrón!)
        -Bueno, pues a ver si nos espabilamos, que ese pedido ya tenía que haber salido.
        Siempre ocurre lo mismo y no está en mi voluntad evitarlo. ¡Qué más quisiera yo! Apenas imprimen una nueva novela me nacen las quimeras. ¿Recuerdan aquel personaje de Cortázar que vomitaba conejitos? Pues algo parecido es lo que a mí me sucede.  Me basta con echar un vistazo a la portada sobre la que brilla la gloria de los héroes, la sonrisa de los triunfadores,  para que de inmediato me ascienda por el estómago una náusea, un vómito, un rechazo a la grisura de lo cotidiano. De la boca me surge una burbuja irisada y perfecta que contiene en su interior un mundo insólito. Una pompa de jabón tentadora y frágil en la que me adentro con una identidad recién estrenada. Es entonces cuando comienzo a ser “el otro”: El detective... El amante despechado... El guerrero invencible coronado de laureles y bendecido por los dioses... El alquimista recóndito en busca de la piedra filosofal... El apuesto don Juan amado por bellas mujeres ... 
-¿Otra vez, Martínez?
hasta que la voz del encargado me llega desde otra dimensión, desde otra orilla y la burbuja hace “plaff”, me revienta en la cara y ya no soy ni héroe ni villano, sino un pobre tipo apocado que padece de próstata y a cada rato tiene que ir al servicio y ausentarse de su puesto en la editorial donde trabaja sepultando historias fascinantes en prosaicos ataúdes de cartón.
        Vuelvo a ser un pobre diablo que transita por el filo de la desesperanza y la costumbre. Un ser inútil que nunca atina con el momento ni el lugar oportunos, (“quítate de ahí, hombre, ¿no ves que estoy fregando?” - le grita su mujer -) que no ha acertado con la suerte, que ha errado con la vida.
 Porque la vida es -¡tiene que ser!- otra cosa y no estar todo el santo de día empaquetando sueños sin ocasión de hacerlos realidad... Ni enterrar aventuras en embalajes cerrados sin oportunidad de vivirlas... Ni las historias repetidas hasta el hastío que cuentan los amigos en el bar y que él escucha acodado en la barra, apuntalando el tedio. Y luego...
(“¿pero se puede saber dónde te has apoyado?...¡mira qué lamparón traes en la manga!”)
        Si al menos una vez, ¡una sola vez!, pudiera escapar de esta piel a la que está cosido por dentro,,,,! Con éste y similares pensamientos las náuseas le torturan continuamente. El médico –¡qué saben los médicos!- le ha dicho que no tiene nada.
- Los nervios -diagnosticó. Y le recetó unas píldoras rosadas.
        La editorial va mal, muy mal. Eso es lo que repite sin cesar el encargado, pero  Martínez cree que es al contrario, va bien,  pero que muy bien, sino a santo de qué se iban a gastar un dineral en sustituir las máquinas antiguas por otras más modernas. El director de recursos humanos les ha llamado a su despacho, a él y a otros tres operarios, los cuatro más veteranos, lo que equivale a decir los cuatro más viejos, y  les ha ofrecido (¿impuesto?) la prejubilación.
        -Mi consejo es que acepten. Nadie puede predecir por cuánto tiempo la empresa podrá mantener esta  oferta. El mercado es cada día más competitivo.
        Así que ahora o nunca debieron de pensar los cuatro al unísono.
Se organizó una cena de despedida ( de “despedidos” para ser exactos) durante la cual los jefes simularon un pesar que no sentían y se apresuraron a retirarse después del consabido discurso, apenas acabados los postres. Los compañeros siguieron bebiendo y abrazándoles con una efusividad de borrachos. Sólo así se explicaba Martínez este repentino afecto que nunca antes le habían demostrado. Alguien propuso rematar la fiesta en un club de las afueras, uno de esos corralones, venidos a más, transformados en “club” cosmopolita gracias a los rasgos exóticos de las prostitutas. Aunque en lo esencial continuaran siendo los mismos cubiles apresuradamente blanqueados con la cal rojiza de los neones a los que él miraba con cierta aprensión cuando regresaba del pueblo con la mujer y los hijos, acelerando el “seiscientos” para huir lo más rápidamente posible de la tentación del pecado.
Quizá estaba demasiado bebido. O triste. O frustrado que tal vez venga a ser todo lo mismo. Acaso fue por eso, por esa tristeza infinita de la nada que me subía a la garganta  (y que no era un conejito de piel suave sino un gatazo enorme desgarrando las fibras del alma), por esa desolación, digo, le conté a la puta toda mi verdad. Las palabras caían borrosas y lentas como una lluvia de confeti al final de una fiesta amarga y la chica las iba atesorando en el pozo azul de sus ojos al que yo me incliné para medir la hondura de mi soledad en su profundidad celeste.
 Ella intentó animarme.
- La vida es más fácil para los hombres, sobre todo si tienen dinero (¿habría hecho yo algún alarde estúpido?... no lo recordaba). Puedes viajar y detenerte cada día en un lugar diferente. Será como estrenar el mundo todas las mañanas.
- No  te creas que soy rico –recogí velas prudentemente-.
- Para eso no hace falta mucho dinero. Basta con tener libertad- dijo-
Y su sonrisa quedó cautiva de algún sueño.
- Un cliente me contó fastidiado (era vendedor y estaba harto de andar de un lado para otro) que una pareja tuvo la ocurrencia de pasarse un mes entero ¡fíjate bien, un mes entero!, recorriendo una autopista de Francia sin salir nunca de ella ni siquiera para comprar, que eran los amigos los que les llevaban frutas y alimentos. Ya ves tu qué idea. Pues parece que lo pasaron muy bien y hasta escribieron su viaje en un libro, así que algo interesante verían, pienso yo.
-Yo también he estado en Francia –presumí.
No añadí nada más, claro. Yo no había ido como tantos otros, como Esteban, por ejemplo, que había viajado a Hendaya hacía casi treinta años para ver “El último tango” y todavía al día de hoy  seguía contando los pormenores en la barra del bar hasta aburrirnos. No, yo no había ido como Esteban. Yo había acompañado a mi mujer a Lourdes en una excursión reciente, organizada por la parroquia.
Ella me dijo que había salido de su país para venir a España con la promesa de un trabajo. Me contó que era puericultora que “es el arte de  cuidar y querer a los niños sin haberlos parido” explicó con sencillez. Me habló de una aldea de nombre impronunciable, de valles umbríos y montañas blancas. ¿Por qué de pronto su voz adquirió el timbre argentino de las campanitas que mi madre colgaba en la puerta por Navidad en señal de bienvenida?
-Daría cualquier cosa por volver a ser la que fui –me dijo con añoranza.
-Daría cualquier cosa por dejar de ser el que soy –le respondí con melancolía.
Bajo las sábanas nuestros fracasos se fundieron y alumbraron la esperanza.
        Acordamos que ella saldría antes del amanecer, amparada por la oscuridad, y me esperaría en el bosquecillo cercano. Minutos después yo la seguiría.. Lo cierto es que me demoré más de lo previsto porque el chulo se había obstinado en seguir respirando y a mi ya empezaban a dolerme los dedos por el esfuerzo y la impaciencia. Luego me deslicé pegado al muro trasero y corrí hacia los pinos. En el aparcamiento, ante la fachada del tugurio quedó el seiscientos aguardando en vano mi salida.
El camionero se detuvo engolosinado cuando la chica salió a la calzada y levantó el brazo pero enseguida arrugó el ceño cuando me vio aparecer a su lado. Con todo era un buen tipo y nos hizo sitio en a cabina. Después, cuando descendimos del camión, su mirada envidiosa clavó un dardo delicioso en mi espalda. Nadie me había envidiado hasta entonces. Nadie... Nunca... Jamás... Por nada.
        -¿Sabrás llegar? – me preguntó cuando compramos la furgoneta en el mercado de ocasión al que nos había acercado el camionero (decididamente era un buen tipo).
 Ella confiaba en mi y yo no quería mentirle pero ¿cómo admitir que el camino de mi vida habían sido tortuosas sendas a ninguna parte? ¿cómo confesar que había equivocado todas las encrucijadas? Ni siquiera ahora estaba seguro de que este arriesgado intento no desembocara también en el fracaso No podía ni quería mentirle.
-Preguntando se llega a Roma-  me evadí.
        -¿A Roma? ¿Me vas a llevar a Roma?
        Un entusiasmo infantil aniñó todavía más sus rasgos delicados. Más aún que cuando duerme confiada a mi lado y la luz de la luna vuelve su rostro transparente e irreal y yo creo estar soñando y espero angustiado la voz del encargado: “¿otra vez, Martínez?”
        -¿A Roma?- repitió con un decaimiento en la voz – No tengo documentación.
Del bolsillo de la chaqueta saqué el pasaporte con la cara adolescente de Nadia. (Nadia. Se llama Nadia. Reparé en que hasta ese momento había ignorado su nombre)  Me había llevado varios minutos encontrarlo en el desorden del cuartucho desde el que proxeneta controlaba su mercancía humana.
        Atravesamos el país y nos dirigimos al este. Siempre hacia el este. Al encuentro de los valles umbríos y de las nevadas cumbres. De vez en cuando nos alojábamos en un hotel respetable que le permitiera a Nadia olvidarse de la sordidez del prostíbulo, pero ella aseguraba que le hacía más feliz dormir en la furgoneta como si también nosotros fuéramos a escribir un libro.
Mojones de algodón jalonaban  la autopista infinita del cielo y los pájaros describían en el aire la esperanza de un camino.
Nubes y aves fueron nuestros guías.



II

La cárcel Eso fue lo que encontró a su regreso. La cárcel y los lamentos de su mujer. Adivinaba sus reproches y sus quejas escupidas con rencor una a una y sentía los salivazo del desprecio en el rostro aunque su mujer no estuviera presente, aunque no le hubiera visitado  en la prisión. Imaginaba su premioso quehacer en la casa limpiando lo ya pulcro, colocando lo ya ordenado, estérilmente atareada, como solía hacer cuando algo la contrariaba.
        -¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!- repetiría ante los hijos, vejados a su vez por el oprobio- Haber pasado la vida entera al lado de un incapaz, un inútil, siempre callado, siempre ensimismado, siempre meditabundo, ¿cómo iba yo a sospechar que sus mutismos cobijaran maldades? ¡Ojalá no hubiera vuelto nunca! ¡Ojalá se hubiera perdido por uno de esos países extraños y  nos ahorrara a todos la vergüenza de su crimen!
Presentía sus palabras, oxidadas por los agravios antiguos, afiladas por el ultraje reciente, supurando odio. También ella había sido una víctima de la frustración. Resignada en el pasado, feroz e hiriente ahora.
Sintió una vaga piedad que sin embargo no le trajo el arrepentimiento. ¿Qué importaba su desprecio? ¿Qué importaba la cárcel? ¿Qué importaba nada...?
¡Su sueño cumplido! Su destino de héroe -siempre aplazado, siempre pospuesto- ¡ realizado al fin! Eso era lo realmente valioso.
El pobre diablo, el ser anodino, el tipo apocado que forjaba aventuras imposibles, había consumado la hazaña de arrebatar a la princesa de las garras del dragón y devolverla a su castillo de montañas blancas y valles umbríos.
Un rayo de sol burla la clausura de las rejas
y corona la cabeza del héroe con un halo de gloria.
  

1º Accésit
IX Certamen Literario UDP
Madrid, 2009